 | El cuerpo del demonio, como flechas disparadas en las cuatro direcciones, crecía día tras día. Alto y negruzco, tenía el aspecto de una montaña quemada, y su resplandor era el de un cúmulo de nubes que brillan con el Sol poniente. Los vellos de su cuerpo, su barba y su bigote, tenían el color del cobre fundido, y sus ojos eran tan hirientes como el Sol del mediodía. Parecía invencible, como si sostuviese los tres mundos en las puntas de su abrasador tridente. Bailando y profiriendo grandes voces, hacía temblar toda la superficie de la Tierra, como un terremoto. Bostezaba una y otra vez, y daba la impresión de querer tragarse el cielo entero con su boca, profunda como una caverna. Con la lengua parecía lamer todas las estrellas del cielo, y con sus colmillos, largos y afilados, parecía devorar el universo entero. Al ver al gigantesco demonio, todo el mundo, presa del pánico, corría de un lugar a otro, en todas direcciones.
|