Volver a nacer
4. Tres historias de reencarnación
<< III Los visitantes del más allá >>

«Cualquiera que sea la forma de existencia que uno recuerde al abandonar el cuerpo, esa forma recibirá, sin duda».
Bhagavad-gītā 8.6

Cuando el alma inicia el misterioso viaje de la muerte, puede, según las tradiciones de las grandes religiones mundiales, encontrar a seres de otros niveles de la realidad, tales como ángeles que le ayudan, o jueces que pesan sus buenas y malas acciones en la balanza de la justicia cósmica. Variadísimos objetos de arte, de toda la historia cultural del hombre, ilustran tales escenas. Una pintura en un fragmento de cerámica etrusca, muestra un figura angélica atendiendo a un guerrero caído. Un mosaico cristiano de la edad media muestra a un terrorífico San Miguel, con la balanza de la justicia en la mano. Muchas personas que han estado al borde de la muerte, suelen relatar que han visto a tales seres.

En las escrituras védicas de la India, leemos que los sirvientes de Śrī Viṣṇu aparecen en el momento de la muerte, para acompaṣar al alma piadosa en el camino hacia el mundo espiritual. Los Vedas también hablan de los temibles agentes de Yamarāja, el seṣor de la muerte, que por la fuerza arrestan al alma del pecador y la preparan para reencarnar en la prisión de un cuerpo material. En el histórico relato que a continuación presentamos, los sirvientes de Viṣṇu y los de Yamarāja se disputan la suerte del alma de Ajāmila, discutiendo si ha de ser liberado, o deberá reencarnar.

En la ciudad de Kanyākubja, vivía un santo sacerdote brāhmana, llamado Ajāmila, quien cayó fuera del sendero de la vida espiritual, y perdió todas sus buenas cualidades, cuando se enamoró de una prostituta. Abandonando sus deberes sacerdotales, se dió entonces a vivir del robo y del juego, y a llevar una vida de libertinaje.

Tuvo diez hijos con ella; el último nació cuando Ajāmila tenía ya ochenta y ocho años de edad. A este hijo, lo llamó Nārāyana, que es uno de los nombres del Señor Supremo, Viṣṇu. Ajāmila estaba muy apegado a su hijo menor; se deleitaba observando los esfuerzos que el niño hacía para caminar y hablar.

Un día, repentinamente llegó para el necio Ajāmila el tiempo de morir. Con espanto, el anciano vio frente a sí a tres repulsivas figuras de rostros fieros y torcidos. Estos seres fantasmales habían venido, con cuerdas en las manos, para arrastrarlo a la corte de Yamarāja, el seṣor de la muerte. Al ver a estas espantosas criaturas, Ajamila se aterrorizó; movido por el afecto hacia su amado hijo, que jugaba a corta distancia, gritó: "¡Nārāyana! ¡Nārāyana!" Llorando por su hijo, el gran pecador Ajāmila invocó el sagrado nombre del Seṣor inconcientemente.

Al oír el nombre de su amo, pronunciado con gran énfasis por el agonizante Ajāmila, los mensajeros de Viṣṇu, los viṣṇudūtas, se presentaron al instante. Cada uno de ellos tenía la apariencia de Śri Viṣṇu mismo. Sus ojos eran como pétalos de loto; llevaban yelmos de oro bruṣido, brillantes vestidos de seda de color topacio, y sus cuerpos, perfectos, estaban decorados con grandes collares de zafiro y flores de loto blancas como la leche. Tenían un aspecto vigoroso y juvenil, y brillaban con una luz cegadora que iluminaba la oscuridad de la habitación del moribundo. En las manos llevaban arcos, flechas, espadas, caracolas, discos y flores de loto.

Los viṣṇudūtas, viendo que los sirvientes de Yamarāja, los yamadūtas, estaban arrancando del interior del corazón el alma de Ajāmila, con grandes voces ordenaron: "¡Alto!"

Los yamadūtas, que jamás habían encontrado quien se les opusiera, temblaron al oír la imperiosa orden. "¿Quiénes son? ¿Por qué tratan de detenernos? Somos los sirvientes de Yamarāja, el señor de la muerte".

Los sirvientes de Viṣṇu sonrieron y, con voces tronantes, respondieron: "Si en verdad sois los sirvientes de Yamarāja, debéis explicarnos cuál es el significado del ciclo del nacimiento y la muerte. Díganos: ¿Quién debe y quíen no debe entrar en este ciclo?"

Los yamadūtas replicaron: "El sol, el fuego, el cielo, el aire, los semidioses, la luna, la tarde, el día, la noche, las direcciones del espacio, el agua, la tierra, y la Superalma, o sea el Seṣor dentro del corazón, son los testigos de lo que hace cada uno. Los que tienen que ser castigados en el ciclo del nacimiento y la muerte son aquellos que, según esos testigos, han faltado a los deberes religiosos. Según cuánto pesen sus actos piadosos y los pecaminosos, cada cual tendrá un karma que disfrutar o sufrir en la vida siguiente."

Originalmente, las almas existen en el mundo espiritual, como sirvientes eternos de Dios. Pero cuando abandonan el servicio al Señor, tienen que entrar en el universo material, constituído por las tres variedades de la energía natural: la bondad, la pasión, y la ignorancia. Los yamadūtas explicaron que las almas que desean gozar de este mundo, caen bajo el dominio de las variedades de la energía material y que, conforme a su específica relación con éstas, reciben los adecuados cuerpos materiales. Un ser en quien predomina la energía de la bondad, obtiene el cuerpo de un semidiós, uno en quien predomina la energía de la pasión, recibe un cuerpo humano; y aquel en quien predomina la energía de la ignorancia, reencarna en las especies inferiores.

Todos estos cuerpos son comparables a los que tenemos en el sueṣo. Cuando alguien duerme, olvida su real identidad y tal vez sueṣa que es un rey. No puede recordar qué hacía antes de dormirse, ni imaginar qué hará al despertar. De la misma manera, cuando un alma se identifica con un cuerpo temporal, físico, olvida su real identidad espiritual, así como también sus vidas previas en el mundo material, a pesar de que casi todas las almas que reciben un cuerpo humano, ya han transmigrado por todas las 8.400.000 especies de vida.

"El alma pasa así de un cuerpo a otro cuerpo, ya sea como hombre, animal o semidiós —dijeron los yamadūtas—. Cuando tiene un cuerpo de semidiós, se siente muy afortunado. Cuando tiene un cuerpo humano, a veces está contento y a veces apesadumbrado. Y cuando tiene un cuerpo de animal, está siempre temeroso. Pero en cualquier cuerpo, sufre mucho, porque tiene que nacer, enfermarse, envejecer, y morir. Todo esto se llama saṁsāra, o sea tener que pasar por las muchas clases de vida material.

"La tonta entidad viviente" —continuaron los yamadūtas— "no es capaz de controlar los sentidos y la mente; por eso tiene que vivir dominada por las gunas de la naturaleza material, quiera o no quiera, le guste o no le guste. Es igual que el gusano de seda, que teje con su saliva el capullo en que se queda preso. La entidad viviente se apresa ella misma en las actividades fruitivas, y luego no halla como escaparse. Así se queda como aturdida y nace y muere y vuelta a nacer y vuelta a morir.

"A causa de los deseos materiales" —siguieron diciendo los Yamadūtas— "la entidad viviente nace en una cierta familia y recibe un cuerpo parecido al de su padre o su madre. Ese cuerpo muestra cómo eran los cuerpos anteriores y cómo serán los que tendrá después, así como una primavera muestra cómo han sido y serán otras primaveras."

La forma humana de vida tiene un valor especial, ya que únicamente el ser humano puede alcanzar el conocimiento espiritual, que emancipa del ciclo de nacimientos y muertes. Pero Ajāmila había malgastado su vida humana.

"Al comienzo —dijeron los yamadūtas,—Ajāmila estudió todos los Vedas. Tenía buenas cualidades y se portaba bien. Era bueno y amable, y controlaba la mente y los sentidos. No decía mentiras, sabía cantar los mantras védicos, y era muy puro. Siempre le mostraba respeto a su maestro espiritual, y también a los huéspedes, y a las personas mayores de la familia; no era vanidoso. Era bueno con todos los seres y nunca envidiaba a nadie.

"Pero una vez su padre le dijo que fuera al bosque por frutas y flores. Al volver del bosque vió a un hombre muy ordinario y lujurioso, que estaba abrazando y besando a una mujer de mala vida. El hombre se reía, cantaba, y se divertía con toda desfachatez. Los dos, el hombre y la mujer, estaban ebrios. Ella revolvía los ojos, y entre sueltos ropajes, se le veían varias partes del cuerpo. Cuando Ajāmila miró, despertaron en él deseos pecaminosos y māyā lo hizo caer. Quiso pensar en las instrucciones de las escrituras, para controlar los deseos carnales. Pero, por culpa de la fuerza de Cupido, no pudo controlar la mente. Desde ese día, no hacía más que pensar en la ramera, y al poco tiempo se la llevó a su casa como sirviente.

"Ajāmila dejó todas las prácticas espirituales. Se gastó el dinero de su padre en hacerle regalos a la mujer y echó de casa a su legítima y joven esposa, que era de una buena familia brāhmaṇa.

"Este bribón de Ajāmila sacaba dinero de cualquier parte, por las buenas o las malas, y lo gastaba en mantener a los hijos de la mujerzuela. Antes de morir no hizo penitencias. Por eso, por la mala vida que llevaba, tenemos que llevarlo a la corte de nuestro seṣor, Yamarāja. Allí nos dirán qué castigo tenemos que darle, y luego lo mandarán al mundo material en un cuerpo adecuado."

Tras escuchar las razones de los yamadūtas, los sirvientes de Śrī Viṣṇu, que son expertos en la lógica y la argumentación, replicaron: "Penoso es advertir que, quienes tienen por misión la salvaguarda de los principios religiosos, castigan arbitrariamente a un inocente. Ajāmila ya ha hecho expiación de todos sus pecados. En realidad él ha expiado no sólo los pecados de esta vida, sino también los de millones de vidas previas, porque pronunció el sagrado nombre de Nārāyana, sintiéndose desamparado en el momento de morir. En consecuencia, él ahora es puro y apto para obtener la emancipación del ciclo de la reencarnación.

"La pronunciación del sagrado nombre de Śrī Viṣṇu —dijeron los viṣṇudūtas—, es el mejor proceso de purificación, para un ladrón o un alcohólico, para quien traiciona a un amigo o familiar, para el que mata a un sacerdote, o para aquel que tiene relaciones sexuales con la esposa de su guru u otro superior. Es también el mejor método de purificación para un asesino de mujeres o del rey o de su propio padre, para un matador de vacas, y para todo pecador, en general. Con sólo pronunciar el sagrado nombre de Śrī Viṣṇu, tales pecadores pueden atraer la atención del Seṣor Supremo, Quien en consecuencia considera: "Puesto que este hombre ha pronunciado Mi sagrado nombre, debo protegerlo."

En esta era actual, de riṣas e hipocresía, aquella persona que desee emanciparse de la reencarnación, debe cantar el mahā mantra Hare Kṛṣṇa, el gran mantra de la emancipación, porque limpia por completo el corazón de todos los deseos materiales, que son los que mantienen al alma atrapada en el ciclo de nacimientos y muertes.

"Quien canta el santo nombre del Señor —declararon los viṣṇudūtas— es inmediatamente emancipado de las reacciones de cualquier pecado, incluso si lo canta en broma o como entretenimiento musical. Así lo establecen las escrituras y lo reconocen los sabios eruditos.

"Quien canta el sagrado nombre de Śrī Kṛṣṇa, y luego muere en un accidente, atacado por una fiera, por enfermedad, o herido por un arma, inmediatamente se libera de tener que nacer de nuevo. Tal como el fuego reduce la hierba a cenizas, el sagrado nombre de Kṛṣṇa reduce a cenizas todas las reacciones kármicas.

"A alguien que, ignorando el poder de una medicina, la toma, ya sea voluntariamente o por fuerza, le producirá efecto, aunque ignore su poder. Incluso a quien ignore el poder del sagrado nombre del Señor, el cantarlo lo liberará del ciclo de la reencarnación.

"Al momento de morir, Ajāmila pronunció desesperadamente, en voz muy alta, el sagrado nombre del Señor, Nārāyana; eso ha sido suficiente para liberarlo de tener que nacer otra vez por su vida pecaminosa. Así pues, no tratéis de llevarlo a vuestro amo, para que sea castigado con un nuevo período de prisión en el cuerpo material."

Los viṣṇudūtas lo liberaron entonces de las cuerdas de los sirvientes del seṣor de la muerte. Ajāmila volvió a sus cabales y, libre ya de temor, rindió homenaje de todo corazón a sus salvadores, posternándose a sus pies. Mas cuando estos vieron que trataba de decirles algo, desaparecieron.

"¿Ha sido esto un sueṣo —se preguntaba— o una realidad? He visto a unos hombres temibles, que venían con sogas en las manos a arrastrarme lejos. ¿Adónde se han ido? ¿Y adónde están esos cuatro radiantes seres que me salvaron?"

Reflexionó entonces sobre su vida: "He sido un miserable esclavo de mis deseos; ¡cuánto me he degradado! Me despeṣé de vicio en vicio desde mi posición de brāhmaṇa santo, y engendré hijos en una prostituta. Repudié a mi hermosa y casta esposa. Abominable fue el comportamiento que tuve con mis padres, que eran ancianos y no tenían otro hijo ni amigos que velaran por ellos. Habiéndolos abandonado yo, sufrieron grandes penurias y dificultades. ¿Qué duda cabe de que un pecador como yo tendría que sufrir atrozmente en la próxima vida?

"Soy un infortunado; pero ahora, cuando se me concede una nueva oportunidad, haré cuanto pueda por emanciparme del cruel ciclo de la reencarnación."

Ajamila inmediatamente renunció a su concubina, la prostituta, y viajó a Hardwar, que es un lugar de peregrinaje en los Himalayas. Allá se refugió en un templo de Viṣṇu, donde practicó el bhakti-yoga, que es el yoga del servicio devocional al Señor Supremo. Cuando logró que su mente e inteligencia permaneciesen fijos en una meditación perfecta sobre la forma del Señor, Ajāmila volvió a ver ante sí a cuatro seres celestiales. Reconociendo en ellos a los mismos viṣṇudūtas que lo habían salvado de los sirvientes del señor de la muerte, se prosternó ante ellos.

Allá en Hardwar, a orillas del Gāṅges, Ajāmila abandonó su efímero cuerpo físico, y reasumió su eterna forma espiritual. Guiado por los viṣṇudūtas, subió a un avión de oro, en el que voló directamente a la residencia de Śrī Viṣṇu, para jamás volver a encarnar en este mundo material.


NOTAS

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